Guillermo Ravest Santis

Guillermo Ravest Santis
El obrero del violín que se hizo periodista
Patricia Castillejos Peral
La tarde es muy calurosa y el humo de los incendios domina el paisaje. Llego a su casa en San Miguel Tlaixpan, cuando el sol todavía no acaba de despedirse. Con la bondad pintada en su sonrisa, Guillermo Ravest me recibe acompañado de su esposa Ligeia. Periodista chileno, exiliado durante casi diez años tras el golpe militar de 1973 que arrasó la democracia en su país y por su militancia en el Partido Comunista y radicados con su esposa desde 1995 en México, por decisión propia. Nació en el pueblo de Llay Llay en 1927.
Es un hombre que irradia ternura y cuya personalidad cautiva no sólo a las mujeres, sino a cualquiera que tenga un acercamiento personal con él. De piel blanca, complexión delgada, de cabello y bigotes completamente canos. Usa anteojos, detrás de los cuales asoman unos ojos vivarachos. En su carrera como periodista fue el último en tener comunicación con Salvador Allende -sitiado en la Moneda junto a un pequeño grupo de compañeros- y quien puso al aire la voz del Presidente en su postrer mensaje al pueblo, minutos antes de morir.Vamos a iniciar la entrevista y le pedimos a Ligeia -quien también es periodista- que nos acompañe. Ella lo hace de buena gana, sin dejar de mover un par de agujas y la madeja de estambre rojo con la que se va perfilando un suéter.
Con voz baja y pausada, Guillermo comienza el relato de su infancia:
Por parte de mi padre todos mis familiares fueron ferroviarios. Con el acceso al gobierno, en 1938, de una coalición de izquierda, el Frente Popular, mi país había cambiado. Entre otras obras perdurables se crearon escuelas para obreros especializados para la industria, minería, pesca, agricultura. Mi padre debe haber pensado: "Esto lo va a ayudar a ser un mejor obrero que yo". Así que de la primaria y un año de secundaria, me matriculó en una escuela industrial donde me enseñaron mecánica, herrería, plomería y electricidad. Por suerte caí en un grupo de compañeros que eran posiblemente tan inquietos como yo o más. Entonces nos picó el bicho de la lectura. Tuvimos maestros que nos motivaron mucho, como el profesor de castellano. Era un hombre de avanzada y nos descubrió, entre otros autores, a Máximo Gorki, sus cuentos y La Madre, textos que nos parecían pintaban nuestra propia situación de hijos de obreros. Quien sí era comunista fue nuestro profesor de química. Aún no sé cómo se las arreglaba para meternos inquietudes políticas entre todos esos chorizos de fórmulas. No trataba de adoctrinarnos sino hacernos conscientes de nuestra condición de futuros asalariados. Yo tenía trece o catorce años y leíamos en nuestro grupo sin ningún concierto e intercambiábamos libros. Mi padre, ya jubilado, gestionaba un negocio en un club hípico de Santiago, y como necesitaba ayuda para mover cajas de cervezas y refrescos, nos ofreció pagarnos si trabajábamos con él los fines de semana. Así tuvimos dinero para seguir comprando libros y discutirlos. Éramos locos. Nos fascinaban Dostoievky, Chejov; el "alma eslava" se nos metió hasta los tuétanos.
¿Por qué los rusos? No sé, te estoy hablando de los años 40 al 43, estábamos en plena segunda guerra mundial y las inquietudes políticas ya no nos eran muy lejanas. Pienso que Chile es el culo del mundo, adonde todo llegaba con atraso. Mi abuelo era medio socialista y antes, de repente, él me pedía que le leyera del periódico las crónicas sobre la guerra civil española. Deduzco, entonces, que el colmillo político vino de antes.En ese único año de secundaria -del liceo, decimos en Chile-, otro maestro que nos enseñaba raíces griegas y latinas, también me dejó una influencia perdurable sobre ese misterio maravilloso de la formación de la palabra y el lenguaje. Pero entonces, a uno no le preguntaban cuáles eran sus intereses. Mi padre decidió: "No te conviene el liceo" y me matriculó en esa escuela industrial para aprender a ser obrero. Allí estuve dos años y esos fueron mis estudios básicos regulares, porque entonces el hijo de un obrero, por tradición, tiene que trabajar de obrero.
A seguir la tradición ferroviaria
Guillermo se queda pensativo, cierra los ojos como para recordar, y prosigue:
Un día mi padre me llevó a Valparaíso y nada de preguntar, "Oye, ¿te gustaría?" Sólo en el tren me informó que debería dar un examen para ingresar a la Empresa de Ferrocarriles del Estado. Dos meses más tarde, provisto del traje de obrero -mi overol- ingresaba a la Casa de Máquinas de Barón, en Valparaíso, para iniciarme como ferroviario.Me tocó preparar tres máquinas a vapor en un turno nocturno, de diez de la noche a las seis de la mañana. Fuimos varios muchachos los "aspirantes a fogonero". Eran locomotoras que habían trabajado todo el día y nosotros debíamos extraerle del fogón toda la escoria del carbón consumido en el día.
Sin dejar de mover las manos me explica cómo limpiaban las máquinas que debían dejar impecables, además de provistas de su agua y arena para los frenos.
Era un trabajo muy pesado y de "poca poesía". Aquella primera vez salí tan cansado, como tiznado y sucio, junto con mi overol. Sin bañarme me puse la ropa limpia y me fui a dormir a casa como doce horas seguidas. Después de unos meses me elevaron a la categoría de fogonero. Fue fascinante, porque ahora era yo el responsable de hacer funcionar bien una máquina a vapor y un trabajo entretenido el armar trenes de carga. Y mucho más cuando nos tocaba algún viaje largo con mi maquinista. A veces, llevando trenes con carros de lastre, íbamos a Concón, por la vía a orillas del mar y luego entre campos y cerros. En ese oficio uno tiene que mantener la presión de vapor echándole paladas de carbón mineral al fogón, advertir la señalización de la vía y tener siempre lustrosa la locomotora, pero además es el responsable de preparar su comida y la del maquinista. En muchas ocasiones, nos deteníamos en alguna caleta de pescadores a comprar un pescado. La condición de fogonero entonces tenía mucho que ver con la de cocinero. Limpio el pescado, se le ponía un poco de mantequilla, aliños y envuelto en papel estrasa, se lo depositaba en un compartimento que tienen las locomotoras, bajo la chimenea, donde cae el carboncillo que no debe ser expulsado hacia el exterior. Depositado ahí seguíamos trabajando. A la hora de almuerzo teníamos una comida de primera. Otras veces variaba el menú y preparaba carne y papas asadas en la pala carbonera, grande, ancha y siempre con su metal brillante. Eso era el comienzo. Después, los viejos maquinistas, que ya sabían todo, decían:"Compañerito, llegaron del sur unos vinos sabrosísimos". Esos datos, siempre, nos lo daban los palanqueros que, para esos gajes tenían un pequeño taladro -como los que usan los carpinteros para hacer hoyos- y no había tonel de madera que entonces transportaban por ferrocarril que se les escapara...¡y a llenar la jarra! Ahí aprendí a tomar vino, convencido de la sabiduría de los maquinistas: beberlo arriba de la máquina, transpirando tanto, es sano, además de reconfortante. Muy rápido me llegó el ascenso a ayudante de maquinista y con ello, un aumento de sueldo.Entonces vivía en casa de unos tíos. Pero como seguí llevando a mi oficio ferrocarrilero varias vocaciones -mi afición por la poesía y el violín-, cuando intentaba rasguñar el instrumento, era objeto de las burlas e improperios de mis primos -tan ferroviarios como yo-, pero que pensaban que esas delicadezas no eran tolerables a la tradición familiar. Lo más suave que exclamaban era: "ya llegaron los gatos"; tampoco me dejaban leer tranquilo. Decidí independizarme y arrendé un cuarto en un hotel de Valparaíso.
De obrero a poeta y a periodista
Se quita los lentes, enciende un cigarro y prosigue:
En esos años la Empresa de Ferrocarriles era importante, y se ganaba más o menos bien. Por lo pesado del trabajo y lo sucio que quedaba uno, no podía comprender por qué a los ferrocarrileros nos consideraban parte de la llamada "aristocracia obrera". Yo seguía escribiendo un poco de poesía. Lo único que publiqué entonces fue un poema para unas hojitas mimeografiadas que titulamos "Los Poetas con la Paz", que distribuimos en un mitin clandestino del Primero de Mayo. Ya vivíamos los comienzos de la guerra fría y en Chile un Presidente elegido por la izquierda traicionó y tomó el partido de Truman e inauguró los campos de concentración. Por mi trabajo, de repente estaba en Valparaíso o en Santiago o en Llay Llay, el pueblo de mi infancia y que significa viento-viento, en mapuche. Tenía como 21 años cuando vendí en la calle una edición popular de homenaje al centenario del "Manifiesto Comunista". No militaba aún, sólo era simpatizante. Por mis aficiones tenía amigos poetas y periodistas. En 1951 decidí renunciar a mi calidad de ferroviario y lo hice para irme a ninguna parte, lo cual fue tomado casi como una traición por mi familia. Me fui a vivir a una pieza en Santiago y mis amigos de los periódicos me pasaban algún trabajo. Uno de los más importantes que recuerdo, fue escribir partes de un libro sobre los pueblos árabes. Se publicó pero no me dieron ni crédito.
Se agarra la barbilla para recordar que, en ese tiempo, tenía dos camisas -una gruesa de paño, que limpiaba con bencina blanca (gasolina) y otra que sí lavaba-, más el vestón y los pantalones; éstos los metía debajo del colchón "para que hiciera su trabajo de planchado".
Por 1951 entré a trabajar como reportero a la Agencia Coper (Cooperativa de Periodistas) que era surtidora de información nacional a radio-emisoras de la capital. Me indicaron las fuentes que debía cubrir para buscar información: Carabineros, Policía Civil, ministerios del Trabajo, de Salud y Obras Públicas. Entraba a trabajar a las cuatro de la tarde, así que la pasaba bien en la medida de un salario menos que esmirriado. Vivía solo y, a veces, acompañado de alguna amiga. Seguía leyendo mucho, de todo. Y como a los periodistas, entonces, nos daban pases para el cine, vi todo lo que había que ver. Ese fue mi comienzo como periodista.
Meses más tarde, fui uno de los poquísimos periodistas que presenciaron el duelo a pistola entre los entonces senadores Salvador Allende y Raúl Rettig. Como estaban prohibidos en Chile, quien participaba en uno transgredía la ley. Sin embargo, retador y retado junto a sus padrinos burlaron a periodistas y la policía. Pero yo, por una gran suerte y olfato reporteril me enteré de cómo se evadirían y el lugar donde debían lavar afrentas. Tenía muy poco dinero y era difícil que pudiera llegar hasta él, por lo que le comuniqué lo que sabía a un colega a cambio de que me llevara en su automóvil. Llegamos a tiempo. Ninguno de los agraviados quedó herido. Con mis apuntes y el suceso en mis ojos llegué con la noticia a mi Agencia, desde la cual difundimos la exclusiva. Eso me dio otro nivel ante mis colegas. Había salido de la calidad de novicio.
El año 1952, luego de una larga clausura, reapareció El Siglo, órgano oficial del Partido Comunista. Ahí fui reportero dos años hasta que me echaron por bohemio (tenía entonces relaciones con una poetisa, pero era casada; grave pecado para la moral militante). En 1955 empecé a trabajar en El Espectador, que era un medio muy pobre pero donde trabajaban excelentes periodistas. Entonces, con velocidad de reportero conocí a una argentina, me casé con ella y tuvimos un hijo. Ella no se acomodaba con la pobreza y a raíz de un aguinaldo de fin de año -que no esperaba- nos fuimos de vacaciones a Buenos Aires. Luego de una prueba me contrataron como redactor en la revista argentina Qué Pasó en Siete Días. Como los problemas con mi mujer ya no tenían arreglo, a fines de 1957 me regresé a Santiago, portando un pequeño bolso con una muda de ropa interior, las Obras Completas de César Vallejo y mi hijo.
Volví al periodismo chileno como redactor de espectáculos al vespertino Última Hora. Tras una vida muy desordenada, decidí cortar con los vodevil y las bailarinas para, en la medida de lo posible, ser un periodista serio. Ingresé al periódico La Nación, donde hacía reportajes sobre trabajadores, resaltando sus valores pero obviando toda consideración política. En 1960 llegó a trabajar ahí Ligeia, mi compañera. Yo era jefe alterno de Crónica Nacional y editor nocturno y ella reportera. Pronto a los dos nos entró la nostalgia por la provincia, así que renunciamos y nos fuimos a Temuco. A mí me habían prometido un trabajo de reportero en un diario de esa ciudad, pero al llegar no había nada. Teníamos los tres hijos de Ligeia, el mío y nuestra hija Paulita, recién nacida, y un grave problema de sobrevivencia. Mi suegra nos ayudó y vivimos unos meses arrimados en su casa. Un amigo topógrafo me ofreció una chamba de alarife que, por lo pesada, me hacía recordar mis años de fogonero, pero sin locomotora. Porque un alarife sureño -como yo lo era- no sólo porta el estandarte, a machete limpio tenía que ir cortando recios arbustos para dejar visible el trayecto de la medición. Luego Li empezó a trabajar como encargada de la Librería Universitaria y a mi me llamaron para ocupar una plaza de reportero en el Diario Austral, un periódico de propiedad de latifundistas, hediondamente reaccionario. Me tocó cubrir todo el frente noticioso del agro. Ello me permitió conocer muy bien a los mapuches, nuestro principal pueblo originario. Un día advino la invasión de Bahía Cochinos, la que organizó la CIA contra la Revolución Cubana. Temuco amaneció pintarrajeado íntegro repudiando esa intervención. Me ordenaron reportear "el vandalismo"; el de la pintura, no el de la CIA. Renuncié.Un colega con el que habíamos empezado casi juntos el oficio periodístico, que supo de mi nueva cesantía, me invitó a trabajar con él en una radio-emisora capitalina, como jefe de prensa, cuyo propietario era un potentado textil. Logramos mejorar sostenidamente la sintonía. Al cabo de poco más de un año volví a renunciar, pues se me notificó que no podíamos difundir nada que fuese favorable a Salvador Allende, quien era candidato presidencial por tercera vez. Volví a El Siglo, ahora como Jefe de Informaciones. Ningún antiguo reproche porque ahora estaba bien casado con Ligeia, aunque la realidad era que todavía vivíamos sin contrato. Ahora estamos casados hasta por la iglesia. Se avecinaba la nueva campaña presidencial con Allende y del Partido nos informan que hay que editar un diario popular, alegre y ánimo de ganar con Allende. Un grupo de excelentes periodistas de izquierda e independientes fuimos sus fundadores y surge Puro Chile, que no tiene connotación mexicana, ya que el nombre proviene de la primera estrofa del himno nacional de mi país.
Último contacto con Allende
Al llegar Salvador Allende a la Presidencia, en 1970, me designaron jefe de informaciones a la Televisión Nacional, donde permanecí un año. Pero luego, mi partido decidió que debía ir a dirigir Radio Magallanes, emisora de su propiedad y en la que Allende tuvo, al parecer, alguna participación accionaria. Ubicada en pleno centro de la capital, estábamos a tres o cuatro cuadras de la Moneda. La convertimos en una radio eminentemente noticiosa, pero que insertaba excelentes programas culturales, un radioteatro animado por los mejores actores del país y música vinculada al acontecer del país y del mundo. Rápidamente la ubicamos entre las tres principales sintonías del país. Nuestro compromiso, lógicamente, era total con el gobierno de la Unidad Popular.Y vino el golpe de Estado de 1973. Éste se venía anunciando desde que Allende asumió el gobierno. Por eso no sorprendió que al primer bando de los golpistas, prácticamente todas las emisoras proclives a la sedición y a los militares se acoplaran en una virtual red nacional. En la madrugada anterior habían sido silenciadas las radios de la Central Única de Trabajadores y de la Universidad Técnica. Y esa mañana una a una fueron siendo ametralladas las plantas de las pocas restantes emisoras proclives al gobierno popular. Solamente quedamos nosotros, Radio Magallanes, en el aire. Uno de los bandos de los militares golpistas era difundido reiteradamente: si no nos silenciábamos o no nos integrábamos a la red de emisoras golpistas "serán atacados por aire y tierra". Mientras sonaba el cañoneo de tanques y fusilería contra el palacio de Gobierno, Allende se comunicó con nosotros por medio del teléfono interno que comunicaba a la radio con la Moneda. Me tocó atenderlo. Me pidió que urgentemente lo sacara al aire. "Espéreme un minuto, compañero, para ordenarle al radiocontrolador que instale una cinta y grabe". "No, compañero -replicó- no tengo un minuto que perder". En medio de gritos pidiendo se anunciara al Presidente y el tronar del ataque militar que provenía del palacio de gobierno, esa mediamañana del 11 de septiembre, Allende entregó sus últimas palabras a nuestro pueblo. Así, fui el último periodista que estaba fuera de la Moneda que hablé con él. Alcanzamos a transmitir como una hora más. Alrededor de las 11 de esa mañana, un contingente militar ocupó la planta transmisora de la Magallanes. Alrededor de las 14 horas se dio la noticia de la muerte de Allende. Se inició el estado de sitio y quedaba inaugurada la larga noche de la dictadura, que duró 17 años. El haber posibilitado que nuestro Presidente mártir irradiara su testamento político, es lo que más me precio de haber hecho en mi vida periodística. Yo estaba ahí y me tocó cumplir.
El exilio y el regreso
Transcurridos tres meses del golpe militar comenzó a buscarme la policía. A los militares no debe haberles gustado que Allende los tratara de lo que eran: traidores. En marzo del 74 salimos al exilio con Ligeia y Paulita. Nos acogió la República Federal Alemana, primero en Munich y luego en Franckfurt. Estando en esta ciudad recibí la noticia de que me esperaban en Moscú para ir a trabajar en programas dirigidos al pueblo chileno y contra la dictadura. Permanecimos en esa labor desde agosto de 1974 hasta octubre de 1980. El 1 de noviembre llegamos a México. Trabajé en Uno más Uno, donde tuve el honor de trabajar a las órdenes del Subdirector, Carlos Payán. Después de un examen llegué a la UACh como editor, donde me desempeñé como tal en las revistas Chapingo y Geografía Agrícola y de algunos libros agronómicos.A fines de 1983, levantada la prohibición que pesaba sobre nosotros que nos lo impedía, regresamos con Ligeia a Chile. La Federación Campesina El Surco me posibilitó la sobrevivencia: me dio trabajo en una organización que financiaba la iglesia y en la que ella participaba. Pero no se podía permanecer al margen del drama que pesaba sobre nuestro pueblo. Trabajé clandestinamente, a cuenta de mis ideales, en la edición de El Siglo. También formé parte del equipo fundador del periódico opositor a la dictadura, Fortín Mapocho. Me jubilé a fines de 1990.Regresamos a México -ahora por decisión personal con Ligeia- el 5 de noviembre de 1995. Y aquí estamos.
Guillermo tiene dos libros inéditos: una historia sobre los campesinos pobres que se infiltraron a la Araucanía mapuche y otro acerca de cómo los caciques de ese pueblo originario fueron cooptados por el capitalismo criollo, en su etapa de acumulación primitiva, y vendieron las tierras de las comunidades. Junto con Crescenciano del Toro escribió el libro Historias de la Historia de Texcoco. Mitos y leyendas, editado por Molino de Letras en 2002. Ha publicado poemas en antologías de chilenos exiliados. Todo un folio de poesía lo tiró a la basura, por error o por autocrítico, y comenta que le hubiera gustado ser geólogo o guardabosques o contemplador de estrellas. Tomo estas últimas notas apresurada porque la mesa está lista. Nos espera el pan horneado por Ligeia, la mermelada, las empanadas y el té negro caliente.